Anteriormente mencionabamos la importancia de crítica y reflexión así como conocimiento para asumir una postura lúcida frente a situaciones de la realidad actual, quienes nos interesamos por el rumbo del mundo en el que vivimos sabemos que nada de lo humano es ajeno y que todo nos afecta a todos. Comparto este artículo de Jorge L. Daly, que es escritor y economista político. Actualmente ejerce cátedra en la Universidad Centrum-Católica de Lima:
"Leo los despachos que cubren la crisis de Ucrania y pienso que
vivimos de nuevo la pesadilla de 1914 o la de 1939. No sugiero, amigo
lector, que los sucesos que hoy enlutan a este país preludian otra gran
guerra o su espantosa secuela un cuarto de siglo más tarde. Una
diferencia importante es que el cinismo e hipocresía que permean por
igual el actuar de democracias y autocracias no da espacio al elan
romántico que cautivó la imaginación de los millones que posteriormente
encontraron la muerte en las trincheras. Otra es que la Rusia de Putin
no tiene el poderío para tragarse un país entero como lo hizo Hitler con
Checoslovaquia primero y Polonia después, ni Occidente los medios o las
ganas para impedirlo. Me refiero, más bien, a que la bancarrota moral e
imbecilidad de los líderes de las potencias involucradas es la misma de
antaño, a que su conducta refleja el mismo egocentrismo insano y el
desconocimiento de la historia. Y también algo mucho peor: la
incapacidad para reconocer la humanidad del “otro” que, en un tris, muta
en su demonización.
Me amparo en Melville para entender la situación. En Moby Dick,
el escritor nos dice que el alma es como Tahití, una pequeña isla
rodeada de un inmenso océano donde flotan los deshechos, restos,
inmundicias y escombros que arrojan la codicia, egoísmo, crueldad y
violencia, vale decir, los rasgos distintivos de una conducta humana
definida por el pensamiento irreflexivo, la preeminencia del ego y la
inclinación a la insania. Este océano es el mundo de la realidad
palpable, sus aguas polutas que no se purifican por no encontrar solaz
en ese otro mundo que no es menos real: el Tahití, el verdor donde
florece el esplendor, la belleza y la paz de espíritu. Es en este océano
que los líderes de ayer y hoy nos han enseñado a navegar nuestras vidas
distrayéndonos con juegos que nos separan unos de otros y que, como lo
registra la historia, a veces desatan tormentas que asolan la existencia
humana con dolor y muerte. Nuestros líderes no aprenden y nosotros
tampoco porque no obstante intuir que no inspiran confianza, seguimos y
observamos su proceder con desidia. Menos aún aprendemos con los juegos
que se parecen a dramas que resaltan las luchas que empinan al fuerte
sobre el débil, esos dramas que encandilan porque nos despiertan
arrebatos de superioridad o espantos de inferioridad. Alejados de
Tahití, no podemos reparar, qué lástima, en que solamente alimentan la
irracionalidad como sentimientos efímeros e ilusorios.
Bueno, ahora somos espectadores de este juego que se llama Ucrania
que enfrenta al nuevo gobierno de Kiev en alianza con Occidente con el
malo de Putin. Claro, es cierto que en una confrontación no se admiten
las medias tintas pero de todos modos sorprende con qué facilidad el
discurso oficial, conveniente cuan irreflexivamente propagado por los
medios de más importancia e influencia, se adapta para maquillar sucesos
que incomodan y para difuminar el perfil del adversario de turno.
Admitamos sin ambages que la Rusia de Putin es la democracia ultra
imperfecta o la autocracia súper perfecta, que su gobierno no es ajeno
al matonismo, que el abuso zarista y estalinista en el vecindario
pervive en la memoria histórica. Pero poco se mencionan hechos
incuestionables: en encuesta tras encuesta, nunca ha habido una mayoría
clara de ucranianos que ha expresado su preferencia para integrarse a la
Unión Europea y a la OTAN; el gobierno saliente, incompetente y
corrupto pero elegido democráticamente, sufrió indebida injerencia desde
el exterior que contribuyó a su derrocamiento; los manifestantes, al
igual que el gobierno, también recurrieron a la violencia y vandalismo; y
los ahora encaramados en el poder que tienen el apoyo de Europa y los
Estados Unidos denotan igual disposición al abuso y tolerancia por la
corrupción. Al respecto, la designación de los oligarcas ucranianos a la
jefatura de provincias del este del país es reveladora.
Flotando en ese océano poluto que lamenta Melville, nuestros líderes
elaboran un mensaje de medias verdades que es elocuente tanto por su
talante excluyente como por la condición mental que le da lugar. El
asunto, parecen decir, es bien sencillo: con la toma de Crimea, Rusia ha
violado la ley internacional, vulnerado la soberanía de otro país y
demostrado irrespeto a las normas civilizadas de conducta que rigen las
relaciones entre naciones. Que sufra entonces sanciones y mucho más si
no da marcha atrás. Pero qué pena que no recuerden o sepan del Tahití,
que tan sólo un momento de reflexión profunda enseña que no se persuade
con la imposición, que la vida se enriquece con una genuina disposición
para examinarse y para la comprensión del prójimo. Vea amigo lector, a
mí me entristece constatar que desde Washington o las capitales europeas
no se emitieron denuncias enérgicas ante la presencia entre los
opositores del régimen depuesto de miles de simpatizantes con idearios
abiertamente fascistas y anti semitas. La realidad en el nuevo Kiev es
que los partidos de ultra derecha tienen importante representación en el
gobierno. ¿Dónde se escuchan las voces de consternación? En verdad,
nuestros líderes y analistas en los medios han sido mucho más rápidos
para encontrar en la prepotencia de la Rusia de Putin los fantasmas de
Sarajevo y el Sudetenland como para descontar con facilidad su
memoria histórica, su recuerdo, por ejemplo, de los muchos ucranianos
que con entusiasmo apoyaron a los nazis en el exterminio de millones
durante la segunda guerra mundial.
Se puede atribuir esta clamorosa insensibilidad a la ignorancia, a la
falta de clarividencia o simplemente al desdén pero yo encuentro que
mejor la explica la convicción absoluta de que somos superiores al
“otro.” Navegando sin brújula, perdidos en la niebla, no distinguimos
que es mucho más lo que une que lo que separa. No somos capaces de
vernos a nosotros mismos en el reconocimiento de ese “otro”-- de sus
alegrías y penas, de sus felicidades y amarguras, de sus seguridades y
temores, de su humanidad. Cuando no hay Tahití a la vista, vernos a
nosotros mismos puede causar mucho miedo y por esta razón recurrimos a
los dioses de la época que nos devuelven el sosiego al tiempo que
reafirman el sentimiento de superioridad: un dios supremo, el libre
mercado, y una diosa, la democracia política, a la que desde hace no
menos de treinta años somete y prostituye a su gusto. Uno marca las
pautas que importan en la vida real y la otra, en esta época que todo se
banaliza, preside el ritual del entretenimiento. Este es el paquete que
ofrecemos al nuevo Kiev sin importarnos que está patéticamente
devaluado. ¿Tiene dudas? Preste atención, amigo lector, a las visitas
que anuncian las altas autoridades del Fondo Monetario Internacional y
apueste que, a cambio de unos cuantos dólares de alivio, el país tendrá
que aplicar las políticas de austeridad económica. Precisamente las
mismas que han sembrado la desolación y miseria en los países
mediterráneos.
Es posible que el juego Ucrania adquiera mayor dramatismo pero es
difícil que su final demore mucho tiempo más porque lo que está en juego
cuesta demasiado y costará mucho más si los mercados financieros se
tambalean. Al final los países que importan encontrarán una salida que
les permita declararse, al menos, no vencidos. Que esto no le sirva de
consuelo sin embargo porque todavía no veo en sus líderes la disposición
para aprender la lección que verdaderamente importa. Esta no consiste
en aparentar firmeza frente a un adversario a quien consciente e
inconscientemente se demoniza, ni en buscar demolerlo con argumentos que
subrayan una supuesta superioridad moral los que, vistos a la luz de
los estragos que hemos causado en países del Medio Oriente, no resisten
ninguna prueba de validez. No, la única lección que realmente vale parte
por una lectura reflexiva de Melville, por el reconocimiento de que
navegamos sin rumbo, sin darnos cuenta de que nuestra fidelidad a los
esquemas mentales de 1914 o 1939 conduce a la locura. Qué necesario es,
amigo lector, que los líderes en Washington, Berlín, París, Londres,
Kiev y Moscú emprendan su viaje personal a Tahití"
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