Yo
viajaba en el último vagón del tren de El Pozo. Nada más cerrarse las puertas,
explotó el penúltimo. La gente se abalanzó sobre la puerta. Conseguí salir,
había muchísimo humo. No se veía nada.
Alguien gritó: ‘¡Ha sido una
bomba!", relata Silviu Jarnea, superviviente de los atentados. "La
gente corría hacia las escaleras. Le dije a mi amigo Julián: ‘Vamos a ayudar’ y
fui hacia el humo. Él me pidió que no fuera, que podía haber más bombas, pero
yo no le oí, me lo dijo después. Entré en el vagón que había explotado. Nadie
se movía. Veía siluetas. No sabía si de hombre o de mujer. Vi a un chico joven,
boca abajo, su cabeza ardía. Apagué el fuego, pensando que así podrían
identificarle mejor. Entonces vi a una señorita que me miraba. Estaba casi
desnuda.Tenía unas gomas en los tobillos. Luego comprendí que era lo que
quedaba de sus medias. Pasó su brazo por detrás de mi cuello y la saqué del
tren. No hablaba. La senté en un banco en el andén y volví al vagón. Quería
ayudar a más, no sabía a quién primero. Luego vi que el chico al que le ardía
el pelo tenía el móvil al lado de la cabeza, había intentado llamar a alguien.
Yo pensaba que estaba muerto. Y llamé al 112. Les dije: ‘¡El Pozo!’. Ya lo
sabían. Seguí ayudando hasta que llegó la policía. Llevaban la pistola en la
mano. Entonces yo no tenía papeles. Salí corriendo...”.
Silviu
Jarnea relata de un tirón, como si hubiera ocurrido ayer, sus recuerdos del
11-M. Entonces tenía 29 años. Una década después sigue atormentándose. “Pienso
en el chico que yo creí muerto y que había intentado llamar a alguien y en
aquella chica que yo dejé semidesnuda en un banco del andén, a las ocho de la
mañana. Después de los atentados he leído mucho sobre cómo actuar en esas situaciones.
Aprendí lo importante que era hablar a los heridos para que no se durmieran y
mantenerlos calientes. Entonces yo no sabía nada. Me siento muy culpable.
Cuando salí, vi cosas terribles. Un hombre herido le tapaba los ojos a un niño.
Vi mi cazadora y los zapatos llenos de sangre. Y sentí que perdía toda la
fuerza. En ese momento no habría sido capaz de sacar a la señorita del vagón.
No sé si se salvó...”. Silviu señala en El Pozo las marcas en el suelo del
antiguo banco, donde dejó a la mujer.
Volvió
a casa del peor atentado de la historia de España con solo unos cortes en las
manos. O eso pensaba. Porque a los pocos días, se dio cuenta de que le costaba
horrores levantarse. Tenía pesadillas. Le daban ataques de pánico al subir al
tren. A veces salía antes de que cerraran las puertas. Otras lograba recorrer
un par de estaciones. A Silviu, como a centenares de personas, le
diagnosticaron estrés postraumático.
El
paso del tiempo no reduce la posibilidad de sufrir esa patología. “Ahora
afloran secuelas psicológicas que al principio no aparecieron y también
físicas, porque muchos que perdieron oído ahora padecen sordera total”, explica
Sonia Ramos, directora general de Apoyo a Víctimas del Terrorismo. La cifra de
personas a las que el 11-M cambió la vida asciende a 3.000, explica, entre
familiares de los 192 fallecidos [191 en los trenes y un policía en la
inmolación de los terroristas en Leganés] y los 2.084 heridos y sus
familias. Siete sufren aún una "gran invalidez" y requieren de la asistencia
de una persona para moverse; 21 están considerados como "incapacitados
permanentes absolutos"; 61 son “incapacitados permanentes totales” y 28
padecen "incapacidad permanente parcial". El antecesor de Ramos, José
Manuel Rodríguez Uribes, elogia a las víctimas: “A pesar de ser un atentado
islamista, no hubo reacciones xenófobas, como ocurrió en otros países”.
Silviu acude periódicamente a
terapia. “En la primera, de grupo, una señora contaba que oía constantemente su
móvil e iba a cogerlo pensando que era su marido. Pero el teléfono no sonaba y
su marido había muerto”. Su terapeuta le recomendó volver a El Pozo. “Fui con
mi hija de tres años. Ella me preguntó: ‘Papá, ¿por qué estamos aquí?’ Y yo le
dije: ‘Aquí murió mucha gente’. Ella me preguntó: ‘¿Tú te has muerto aquí?’ Y
no pude aguantar las lágrimas”.
Muchos de los supervivientes
del 11-M se sienten culpables: de haber sobrevivido, de no haber ayudado a más
gente. Como Silviu, como Araceli Cambronero, que viajaba en los trenes de
Atocha: “El psiquiatra me preguntó si me sentía viva y le dije que no. Entre
otras cosas porque me siento culpable de estar viva y de no haber hecho nada
más aquel día que correr”, explica. Araceli llamó a su marido desde la estación
tras la explosión. “Le dije que me despidiera de los niños. Pensaba que no
salía de allí, que iba a explotar Madrid”.
Mientras, familiares que
llamaban a los móviles que tronaban en la improvisada morgue del Ifema repiten
un pensamiento similar: que la vida, de alguna manera, también terminó para
ellos aquel 11 de marzo. Algunos han convertido las habitaciones vacías en
altares; otros han escondido todas las fotografías. Algunos han hecho del
recuerdo de sus seres queridos y el apoyo mutuo una misión que ocupa cada
minuto de sus vidas. Otros, como los padres de Laura, en coma vegetativo desde
aquella mañana de marzo, han pedido a los especialistas del Ministerio del
Interior que hacen seguimiento de las víctimas que no les llamen más, y cada
día, en la intimidad -violada solo una vez por un periódico que se coló en el
hospital para robar una foto de Laura-, van a ver a su hija. La última vez que
la oyeron hablar fue hace 10 años. Ella tenía entonces 26.
José Luis Sánchez, viudo de
Marion, lamenta no haber tenido tiempo de despedirse. “Ella se levantó antes de
la cuenta esa mañana. Yo estaba en la ducha y le pedí que esperara a que
saliera, pero no me esperó”. Antes no creía en esas cosas, explica, pero ahora
está convencido de que su mujer ya no está con él “por el destino”. Por eso y porque
un grupo de terroristas quiso “emular” en Madrid el 11-S. No quiere darle más
vueltas. "Si no, no vives".
“Hace una década del atentado,
pero para nosotros el reloj se paró aquel día. Todos los días son 11 de marzo”,
explica Juan Benito, padre de Rodolfo, que tenía 27 años cuando murió en los
trenes. “Los aniversarios son igual de duros que cualquier otro día. Igual de
duros que los cumpleaños, las navidades, las vacaciones, que el día que terminó
la carrera, que cuando ves a un chico joven que se casa...Todo te trae el
recuerdo de lo que pudo ser y no fue”.
Benito ha convertido el
recuerdo de su hijo, ingeniero industrial, en una hermosa idea: la Fundación
Rodolfo Benito Samaniego, que entre otras actividades, entrega, con la ayuda
del colegio de ingenieros, un premio a la innovación tecnológica al mejor
proyecto fin de carrera a estudiantes brillantes, como lo había sido Rodolfo. “
Aquella mañana iba en el tren a trabajar. Me lo imagino, con su cartera, con
sus libros... estudiando en el tren. Su deseo era dedicarse a la enseñanza”,
recuerda su padre. La fundación entrega también un premio a los valores que
Rodolfo defendía: la tolerancia, la convivencia. El último premiado ha sido el
Padre Ángel.
“Todos los días aprendes cosas.
También que para algunos la memoria es más frágil. Lógicamente es así: la gente
tiene sus obligaciones, sus problemas y no se puede pretender que lo que a ti
te afecta sea el día a día de los demás. La vida ha continuado para todo el
mundo, pero para nosotros de una forma diferente, porque nosotros seguimos
anclados en el 11 de marzo de 2004”, explica Benito.
Diez años después , muchos
viven cada día una extenuante batalla para no venirse abajo. A algunos les
cuesta hablar del 11-M. Otros, como Silviu, lo hacen con profusión de detalles,
para que no los coma por dentro. “Conozco a una chica rumana herida en el
atentado. Era guapísima, un bombón. Ahora la ves y parece una anciana. Apenas
habla del tema. De hecho, apenas habla”.
El perfil de las víctimas,
según Interior, es el siguiente: la mayoría eran “clase media-trabajadora que
se dirigía a sus lugares de trabajo. Estudiantes”. El 78% tenía entre 36 y 65
años; el 17% entre 21 y 35. El 34% eran inmigrantes de 34 nacionalidades, como
Silviu, rumano, que vino a España buscando una vida mejor y casi la pierde.
Yolanda sobrevivió, pero perdió en los trenes a su marido, Wieslaw y a su bebé,
Patricia, de siete meses. Eran polacos. Cristina Mora Palomo logró salvar dos
vidas aquel 11 de marzo: la suya y la de su hija, Arantxa, que el próximo 24 de
mayo cumplirá diez años.
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