El pasado 12 de junio se inició la Copa mundial de la FIFA –el 2014
World Cup-, presentada como el evento deportivo más importante del año,
que se centra en la competición para definir qué país tiene el mejor
equipo de fútbol. Tendría que ser un motivo de orgullo nacional para el
país que hospeda este acontecimiento, Brasil, país conocido por su gran
afición a este deporte. Ni que decir tiene que una motivación que ha
tenido el gobierno brasileño para conseguir ser la sede de esta
competición ha sido la promoción del país a nivel mundial. Su intención
era presentar a Brasil como una referencia mundial, no solo como
potencia deportiva, sino también económica y comercial. Era una manera
de presentar el “milagro” brasileño, un milagro que ha transformado el
país en una potencia mundial, centro de los países emergentes.
Pero la sorpresa de estos juegos ha sido el desarrollo de un
movimiento popular de protesta a su alrededor. Que un país como Brasil,
amante de este deporte, vea este tipo de protesta, parece tan
sorprendente como que Roma viera una protesta popular contra la pizza o
España contra la paella. El fútbol es para Brasil lo que la paella es
para la cocina española o la pizza para la italiana. Son elementos clave
de sus culturas. Y, sin embargo, estamos viendo en Brasil una gran
protesta, generalizada, en contra del Mundial. ¿Por qué?
La respuesta es fácil de ver. La realidad social brasileña explica
esta protesta, que es incluso todavía más llamativa por el hecho de que
el festival ha sido promovido activamente por un gobierno de izquierdas.
En realidad, la protesta popular, que cuenta con un amplio apoyo (solo
uno de cada dos brasileños apoya el Mundial), está basada en que el
enorme coste de prepararlo va en detrimento del bienestar de las clases
populares y, muy en especial, de los sectores más vulnerables.
Este
festival se percibe ampliamente entre la población como un monumento
enormemente costoso, para satisfacer el orgullo nacional de las élites
gobernantes (que siempre monopolizan el sentimiento “patriótico”
nacional), fenómeno que pasa frecuentemente en todos los países, pero
cuya obscenidad es más vistosa en países donde el nivel de vida de la
población es todavía muy insuficiente, muy por debajo del que el país
podría alcanzar por su nivel de riqueza. Las enormes desigualdades en
estos países, como Brasil (uno de los países más desiguales de América
Latina), se hacen patentes en la enorme miseria de las favelas y barrios
obreros, al lado de una enorme riqueza con mansiones de una exuberancia
escandalosa por el contraste con el resto de la población. Y sus
servicios públicos están muy poco financiados. En realidad, su gasto
público social por habitante es de los más bajos de aquel hemisferio. Es
cierto que los gobiernos de izquierda han reducido la pobreza extrema a
base de programas asistenciales financiados a través del Estado. Pero
estos programas han sido pagados con fondos derivados del gran
crecimiento económico y no de la redistribución de la riqueza en el
país, que ha continuado siendo de los más desiguales hoy en aquel
continente.
La gran pobreza de su sector público, junto con las exuberantes
riquezas, explica la explosión social. De ahí la enorme protesta, que no
es la primera en Latinoamérica. Recordemos las movilizaciones populares
en Méjico de 1968, en protesta por los enormes costes que suponía la
preparación de los Juegos Olímpicos, que culminaron con una de las
mayores manifestaciones vistas en aquel país, en la Plaza de las Tres
Culturas de Tlatelolco, compuesta por estudiantes y obreros, que terminó
con la matanza de más de cien víctimas.
Ayer fue en Méjico. Hoy es en Brasil. Diariamente tienen lugar
manifestaciones en las calles de Brasil con pancartas que claman, con
razón: ¡FIFA (la organización mundial que organiza esta competición),
devuélvenos el dinero! ¡Lo queremos para la sanidad y para la educación
públicas de nuestro pueblo! ¡Fuera el Mundial!. El mensaje no puede ser
más claro y más cargado de razón. En un país en el que amplios sectores
de la población urbana viven en tipos de viviendas miserables y los
servicios públicos están pésimamente financiados, el Estado brasileño se
ha gastado una gran cantidad de recursos en construir uno de los
grandes estadios, con cuyos fondos podían haberse construido 150.000
viviendas dignas para un número igual de familias (tal como ha
denunciado uno de los futbolistas más conocidos de Brasil, el famoso
Romario, citado en el excelente artículo de Dave Zirin “Brazil’s Dance
With the Devil”, The Nation, 16.04.14, del cual extraigo algunos de los
datos presentados).
La sorpresa es que estas protestas han cogido por sorpresa al
gobierno de izquierdas brasileño. La sorpresa es precisamente la
sorpresa de este gobierno y es un indicador más de la distancia que
existe en Brasil entre los gobernantes y los gobernados. Es también un
ejemplo de lo que les ocurre a muchos partidos con auténtica vocación
transformadora que, una vez elegidos, se adaptan a la lógica del poder y
terminan abandonando su vocación y su alma, reproduciendo los vicios y
maneras de pensar del establishment económico, financiero, mediático y
político del país, al cual terminan sirviendo, convirtiéndose en un
componente más de la estructura de poder.
Esta insensibilidad y abandono de sus raíces ha puesto al Estado
brasileño en una situación insostenible, pues su única respuesta es la
represión frente a estas movilizaciones, represión que, por cierto, es
claramente contraproducente, pues además de originar más simpatía y
apoyo popular entre la población, da una pésima imagen del Mundial a
nivel internacional.
Pero, por desgracia, no será la última vez que ello ocurra. El
supuesto “patriotismo” de las élites gobernantes les lleva a apoyar
medidas faraónicas que, como siempre ocurre, pagan los más débiles. El
caso más extremo serán los próximos Juegos en Qatar, un país medieval,
que quiere promocionar el país y el fútbol (es uno de los patrocinadores
del Fútbol Club Barcelona, que lleva el símbolo de Qatar en su
camiseta, sustituyendo al hasta ahora existente, UNICEF). Estos juegos,
con un coste elevadísimo, se pagarán con la riqueza petrolífera del
país, extraída de sus yacimientos por trabajadores cuyas condiciones
laborales se asemejan a la esclavitud. Esta es la realidad, ignorada,
cuando no ocultada, tras estos enormes ejercicios faraónicos.
Articulo de Vicenç Navarro; en Publico.es
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