lunes, 27 de febrero de 2012

Cuando se juzga a un juez


Cuando Europa entera atraviesa un trance agónico de difícil resolución institucional, y como consecuencia la propia España peligra gravemente por su dependencia del Eurogrupo, he aquí que el Tribunal Supremo (TS) ha decidido aprovechar la ocasión para condenar a la inhabilitación por prevaricador al juez español que goza de mayor autoridad internacional por sus reiteradas contribuciones a la justicia universal. Y la suya ha sido una condena muy polémica, que ha abierto una grave fractura en nuestra opinión pública y que no va a ser entendida fuera de nuestras fronteras, derivándose de ella un indudable desprestigio de nuestra justicia y una más que probable desautorización futura por parte del Tribunal de Estrasburgo. Pero no puede decirse que sea una condena sorprendente para nosotros los españoles (aunque sí para los observadores foráneos), pues entraba dentro de las expectativas abiertas por todos los analistas que siguieron de cerca el triple enjuiciamiento entablado contra el juez Garzón.
              Aunque tal condena me parezca una injusticia histórica, mi cualificación profesional no me autoriza a pronunciarme sobre su grado de legitimidad jurídica ni mucho menos sobre su factura técnica. Pero sí me creo autorizado a valorar algunos de los elementos extrajudiciales que concurren en la formulación y la recepción de semejante veredicto de culpabilidad. Acabo de sostener que la sentencia en sí misma no me sorprendió, pues la esperaba casi tanto como la temía. Pero en cambio sí me produjo gran sorpresa tanto la unanimidad del veredicto como la susceptibilidad con que la magistratura rechazó el coro de críticas que mereció la condena. ¿Pues qué esperaban? ¿Acaso se creían con derecho a recibir un aplauso también unánime?
              Comencemos por la unanimidad del veredicto. Si resultó tan sorprendente fue porque el Ministerio Fiscal solicitaba la absolución y porque otros jueces habían refrendado la legitimidad de las decisiones de Garzón. A pesar de lo cual, los magistrados del Supremo avalaron unánimemente el veredicto de prevaricación. ¿Cómo explicar esta unanimidad que tan chocante y poco razonable resulta para el sentido común? Creo que bien podría admitirse como plausible esta posible interpretación: lo que se ponía en tela de juicio en las causas contra Garzón no eran tanto las posibles prevaricaciones a priori en que hubiera podido incurrir el juez procesado como la eventual prevaricación a posteriori en la que podría caer (o no) el TS al condenar a Garzón. De ahí esa unanimidad coral, pues el Supremo no estaba tanto juzgando al acusado como juzgándose a sí mismo, lo que le llevó en consecuencia a absolverse al unísono como órgano colectivo.
               En efecto, la decisión de procesar al juez por tres causas a la vez había parecido tan sorprendente y contra natura desde un comienzo que, para la opinión pública, lo que estaba en tela de juicio era la legitimidad del Tribunal Supremo para juzgar a Garzón. ¿No se estaba forzando el procedimiento para personalizarlo fabricando una causa ad hominem? ¿Llegarían hasta el extremo de atreverse a condenarle, o se limitarían a hacerle pasar por las horcas caudinas para absolverle al final? Con ello, el proceso dejó de tener por objeto los actos pasados de Garzón para pasar a centrarse en la decisión última del TS, convirtiéndose en una querella de legitimidades planteada entre la autoridad moral de un juez y la autoridad formal de un tribunal superior. Por lo tanto, dado que el asunto no se supo detener a tiempo, y una vez que el procesamiento avanzó hasta el punto de abrirse el juicio oral, entonces la suerte quedó echada sin posible vuelta atrás, pues puestas así las cosas la causa ya no podía terminar más que con una condena previamente anunciada. De ahí la inevitable unanimidad para poder reafirmar y garantizar el principio de jerarquía institucional.
                  Así se entiende también la posterior intransigencia con que el TS rechazó las críticas contra su condena, unas críticas que a la portavoz del CGPJ le parecieron “intolerables”. ¿Acaso pretenden resucitar la censura y el delito de opinión o lesa majestad? ¿A qué viene tan extemporánea intolerancia? Semejante actitud revela la mala conciencia de la magistratura, dolida al advertir que está perdiendo legitimidad como consecuencia de sus propios actos. De ahí que para tratar de recuperarla reaccione exigiendo acatamiento a sus veredictos por inverosímiles que parezcan, lo que aún agrava más su propia deslegitimación. Pero la justicia sin legitimidad pierde su razón de ser. Pues como sabemos por Foucault o Bourdieu, la función de la magistratura es ejercer el monopolio legítimo de la verdad oficial. Y ese monopolio se desvanece en cuanto sus veredictos dejan de resultar creíbles.

 



Enrique Gil Calvo