Cuando Europa
entera atraviesa un trance agónico de difícil resolución institucional, y como
consecuencia la propia España peligra gravemente por su dependencia del
Eurogrupo, he aquí que el Tribunal Supremo (TS) ha decidido aprovechar la
ocasión para condenar a la inhabilitación por prevaricador al juez español que
goza de mayor autoridad internacional por sus reiteradas contribuciones a la
justicia universal. Y la suya ha sido una condena muy polémica, que ha abierto una
grave fractura en nuestra opinión pública y que no va a ser entendida fuera de
nuestras fronteras, derivándose de ella un indudable desprestigio de nuestra
justicia y una más que probable desautorización futura por parte del Tribunal
de Estrasburgo. Pero no puede decirse que sea una condena sorprendente para
nosotros los españoles (aunque sí para los observadores foráneos), pues entraba
dentro de las expectativas abiertas por todos los analistas que siguieron de
cerca el triple enjuiciamiento entablado contra el juez Garzón.
Aunque tal condena me parezca
una injusticia histórica, mi cualificación profesional no me autoriza a
pronunciarme sobre su grado de legitimidad jurídica ni mucho menos sobre su
factura técnica. Pero sí me creo autorizado a valorar algunos de los elementos
extrajudiciales que concurren en la formulación y la recepción de semejante
veredicto de culpabilidad. Acabo de sostener que la sentencia en sí misma no me
sorprendió, pues la esperaba casi tanto como la temía. Pero en cambio sí me
produjo gran sorpresa tanto la unanimidad del veredicto como la susceptibilidad
con que la magistratura rechazó el coro de críticas que mereció la condena.
¿Pues qué esperaban? ¿Acaso se creían con derecho a recibir un aplauso también
unánime?
Comencemos por la unanimidad del
veredicto. Si resultó tan sorprendente fue porque el Ministerio Fiscal
solicitaba la absolución y porque otros jueces habían refrendado la legitimidad
de las decisiones de Garzón. A pesar de lo cual, los magistrados del Supremo
avalaron unánimemente el veredicto de prevaricación. ¿Cómo explicar esta
unanimidad que tan chocante y poco razonable resulta para el sentido común?
Creo que bien podría admitirse como plausible esta posible interpretación: lo
que se ponía en tela de juicio en las causas contra Garzón no eran tanto las
posibles prevaricaciones a priori en que hubiera podido incurrir el juez
procesado como la eventual prevaricación a posteriori en la que podría
caer (o no) el TS al condenar a Garzón. De ahí esa unanimidad coral, pues el
Supremo no estaba tanto juzgando al acusado como juzgándose a sí mismo, lo que
le llevó en consecuencia a absolverse al unísono como órgano colectivo.
En efecto, la decisión de
procesar al juez por tres causas a la vez había parecido tan sorprendente y contra
natura desde un comienzo que, para la opinión pública, lo que estaba en
tela de juicio era la legitimidad del Tribunal Supremo para juzgar a Garzón.
¿No se estaba forzando el procedimiento para personalizarlo fabricando una
causa ad hominem? ¿Llegarían hasta el extremo de atreverse a condenarle,
o se limitarían a hacerle pasar por las horcas caudinas para absolverle al
final? Con ello, el proceso dejó de tener por objeto los actos pasados de
Garzón para pasar a centrarse en la decisión última del TS, convirtiéndose en
una querella de legitimidades planteada entre la autoridad moral de un juez y
la autoridad formal de un tribunal superior. Por lo tanto, dado que el asunto
no se supo detener a tiempo, y una vez que el procesamiento avanzó hasta el
punto de abrirse el juicio oral, entonces la suerte quedó echada sin posible
vuelta atrás, pues puestas así las cosas la causa ya no podía terminar más que
con una condena previamente anunciada. De ahí la inevitable unanimidad para
poder reafirmar y garantizar el principio de jerarquía institucional.
Así se entiende también la
posterior intransigencia con que el TS rechazó las críticas contra su condena,
unas críticas que a la portavoz del CGPJ le parecieron “intolerables”. ¿Acaso
pretenden resucitar la censura y el delito de opinión o lesa majestad? ¿A qué
viene tan extemporánea intolerancia? Semejante actitud revela la mala
conciencia de la magistratura, dolida al advertir que está perdiendo legitimidad
como consecuencia de sus propios actos. De ahí que para tratar de recuperarla
reaccione exigiendo acatamiento a sus veredictos por inverosímiles que
parezcan, lo que aún agrava más su propia deslegitimación. Pero la justicia sin
legitimidad pierde su razón de ser. Pues como sabemos por Foucault o Bourdieu,
la función de la magistratura es ejercer el monopolio legítimo de la verdad
oficial. Y ese monopolio se desvanece en cuanto sus veredictos dejan de
resultar creíbles.
Enrique Gil Calvo
Enrique Gil Calvo