miércoles, 28 de diciembre de 2011

El gobierno de izquierda realiza el plan de la derecha

Ollanta Humala, Presidente del Perú

Cinco meses han pasado desde que Ollanta Humala asumió la presidencia en Perú y la impresión general en el país, celebrada por algunos y lamentada por otros, es que pocas cosas han pasado, como estaba previsto. Grandes sectores de la población esperaban (y otros temían) grandes reformas y un estilo de Gobierno radicalmente distinto de parte de un presidente que, cuando candidato, presentó un plan titulado La gran transformación, en el que planteaba grandes cambios en el papel de Estado y la distribución de la riqueza. A estas alturas, queda claro que el de la gran transformación ha sido el mandatario, cada vez más desligado de la imagen radical con la que inició su carrera política.
Si el candidato Ollanta era percibido como un nacionalista de izquierdas, que incluso llegó a coquetear con el chavismo, el presidente Ollanta luce ahora como un gobernante de centro derecha, cada vez más cercano al poder económico, elogiado por el Wall Street Journal y por su predecesor, Alan García, quien acaba de reconocer que el país “va por buen camino”.
El cambio de perfil de Humala se ha visto reflejado en recientes sondeos. Una encuesta de Ipsos Apoyo, publicada por el diario El Comercio, revela que la aprobación presidencial ha perdido nueve puntos respecto al mes anterior y 18 respecto a su punto más alto. Del 65% registrado en setiembre, Humala bajó al 56% en noviembre y al 47% en diciembre. La fuerte caída se explica por la pérdida de respaldo en las clases medias y bajas del interior del país, justamente las que votaron por él masivamente en los comicios y ahora, tras una luna de miel que a duras penas llegó a los cien días, han vuelto a manifestarse con fuerza, desencadenando varios conflictos sociales.

Una mirada en detalle de las cifras explica mejor el fenómeno: en el sur del país, un sector con amplios sectores de pobreza y caldo de cultivo de serios conflictos, el respaldo al presidente se ha desplomado del 62% en agosto al 39% en diciembre. En cambio en Lima, la capital que concentra la mayor parte del potencial económico del país, su respaldo llega al 49%, una baja de solo cuatro puntos respecto al mes anterior, y mejor que lo registrado en agosto (un 47%). Más significativo, incluso, resulta constatar que en el estrato socioeconómico más alto, la aprobación del presidente llega al 51%, la más alta de todos los sectores. Ollanta, el candidato que llegó al poder con el voto de los pobres, ahora es mejor visto por los ricos.
Varios comentaristas y políticos coinciden en que la caída en la popularidad de Humala se debe a que un importante sector de la población se siente defraudada por el presidente. “Una buena parte de su electorado considera que ha traicionado sus promesas y otra parte todavía no confía en él”, explica el analista Fernando Rospigliosi.
Otro punto de quiebre fue el manejo de los conflictos sociales, especialmente la protesta en la región Cajamarca, que se paralizó en oposición al proyecto minero Conga. Un sector de la población, que ve con malos ojos la inversión minera, esperaba que el presidente -que durante la campaña había sido muy crítico con estas empresas-, se opusiera con firmeza al proyecto.
Sin embargo, el presidente fue bien claro en apoyar una enorme inversión de 4.800 millones de dólares. “La pérdida de apoyo de Humala en los estratos bajos se acentuó después de que Ollanta dijera que Conga va”, señala Sinesio López, exprofesor de Humala y, hasta hace poco, asesor de la presidencia del consejo de ministros. “Yo creo que efectivamente hay desencanto”, agrega.

“Una buena parte de su electorado considera que ha traicionado sus promesas y otra parte todavía no confía en él”, explica el analista Fernando Rospigliosi.
“Hay un nuevo posicionamiento político, del centro izquierda se ha pasado al centro derecha, y los cambios en las encuestas acompañan los cambios políticos. Por eso ha aumentado el apoyo en las clases medias y altas”, apunta López, Lo cierto es que el viraje no ha sido solamente discursivo: en pocos meses, Humala ha depurado su Gobierno, prescindiendo de muchos representantes de la izquierda y el nacionalismo, tanto en el nivel ministerial como de asesores.
La reciente renovación del gabinete tuvo, a juicio de varios analistas y portavoces del Gobierno, la intención de darle cohesión y uniformidad a los mensajes de un Ejecutivo a todas luces demasiado atomizado, en el cual convivían representantes de posiciones encontradas y más de una vez, contradictorias. El nuevo primer ministro, Óscar Valdés, es un comandante del Ejército retirado y un hombre de confianza de Humala que, a diferencia de su antecesor, Salomón Lerner, no tiene vínculos con la izquierda.
Sinesio López señala que el viraje del humalismo hacia la derecha comenzó incluso antes de que Humala ganara las presidenciales. Para imponerse a Keiko Fujimori en una ajustada segunda vuelta electoral, el nacionalismo recibió el respaldo de posiciones más de centro y liberales, representadas por personajes como el expresidente Alejandro Toledo y Mario Vargas Llosa. Una vez en el poder, sin embargo, Humala tuvo problemas para articular un Gobierno concertado con dichos sectores y, a juicio de López, “cedió a la presión de la derecha electoral y mediática”, por lo que terminó prescindiendo de varios colaboradores de la primera hora, percibidos como los más radicales.
Aunque Humala sigue teniendo como principal bandera el crecimiento económico con inclusión social, La gran transformación parece definitivamente archivada. “Ollanta es un nacionalista de izquierdas, al menos yo lo conocí así, pero no es un hombre muy ideologizado. Prefiere los resultados a las ideas. Ese es claramente un rasgo de pragmatismo”, señala López

domingo, 18 de diciembre de 2011

Irak: crónica de la desolación.

Quienes recuerdan y quieren hacerlo siete años atrás, nos movilizamos a muchos niveles, llenando plazas y avenidas, implicando ciudades con un sólo grito que era un clamor ¡NO A LA GUERRA! pero al final a pesar de tanta lucha, se impuso la sinrazón del poder y la fuerza. Destrozaron un país que soportaba una nefasta dictadura, pero que tenía su dignidad y sus infraestructuras, que van han dejar ahora los invasores. ¿De verdad alguien cree que Irak es ahora un país mejor?

Estados Unidos puso oficialmente fin ayer a la guerra de Irak, la más impopular operación militar desde Vietnam y un fracaso, mitigado por su aceptable desenlace, que condicionará para siempre la intervención norteamericana en otros países. Probablemente, EE UU deja Irak mejor de lo que lo encontró hace cerca de nueve años, pero en el camino se ha pagado un precio en vidas, prestigio y credibilidad, que difícilmente justifica una aventura emprendida con fines ideológicos y desarrollada de la forma más caótica.
El presidente Barack Obama, a quien le ha tocado concluir lo que George Bush empezó, ha conseguido reparar algunos de los daños causados. La retirada se hace en circunstancias relativamente tranquilas, con cierta dignidad y entregando el poder a un Gobierno que representa con bastante legitimidad la soberanía nacional iraquí. La Liga Árabe celebrará su próxima cumbre en Bagdad como prueba de que ese país está ya plenamente reincorporado a la comunidad a la que pertenece. Liberado de Sadam Husein y la dictadura que él dirigió, Irak tiene hoy más posibilidades que otros países de la región de sumarse a la ola democratizadora que comenzó hace un año en Túnez.
Pero,
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como reconoció ayer el secretario de Defensa norteamericano, Leon Panetta, en la ceremonia de Bagdad, esa posibilidad está peligrosamente en riesgo. "Irak será puesto a prueba en los próximos días por el terrorismo, por aquellos que intentan dividirlo, por las dificultades económicas y sociales", advirtió.
EE UU ha prometido seguir ayudando a Irak a estabilizar su democracia, y no hay duda de que este país tiene una deuda moral con una nación que invadió ilegalmente y a la que condujo a una guerra civil que puede haber causado cerca de 100.000 muertos. Pero la realidad es que en EE UU importa ya poco lo que suceda a partir de ahora en Irak, excepto en lo que pueda afectar a la expansión de la influencia de Irán.
Irak y EE UU han separado sus caminos y cada uno tendrá ahora que sacar las consecuencias adecuadas de los años pasados. Para EE UU se trata, fundamentalmente, de olvidar lo ocurrido. Guantánamo o Abu Ghraib son nombres que pasarán a la historia de la infamia norteamericana en la misma categoría que el bombardeo de My Lai en Vietnam. Faluya o Bagdad se incorporan a la lista de batallas libradas por el Ejército norteamericano, pero con bastante más pena que honra.
Obama decía el miércoles a las tropas que regresaban de Irak que "es más fácil acabar una guerra que empezarla". En algún sentido eso puede ser verdad. Obama ha puesto a fin a una guerra que los norteamericanos no apoyaban desde hacía años y trata ahora de reclamar electoralmente el mérito por ello. Pero no se acaba una guerra cuando el último soldado vuelve a casa. La guerra de Irak es una lección que EE UU tiene todavía que aprenderse a fondo y que condicionará actuaciones futuras. Panetta admitió al asumir su cargo que es muy improbable que EE UU vuelva a actuar en Oriente Próximo de la misma forma, con el despliegue masivo de fuerzas.

Irak dejó en el plano de la política doméstica otra serie de mensajes que todavía no han sido digeridos. La utilización de los servicios secretos a favor de intereses ideológicos y la manipulación de la ley para proteger actuaciones criminales fueron algunas de las consecuencias de la guerra que en su día avergonzaron a los norteamericanos y que, en parte, explican la victoria electoral de Obama. Pero esa vergüenza no ha sido suficiente para crear una sólida conciencia nacional de protección del Estado de derecho. Guantánamo sigue abierto porque un sector de la clase política, apoyado por los votantes, pone aún la seguridad sobre las obligaciones democráticas.
Todavía pueden pasar muchos años hasta que la huella de Irak se borre por completo en EE UU. La de Vietnam aún se mantiene en varios aspectos. Pero, como en cada guerra sin gloria, todo el mundo trata de olvidarla cuanto antes. Los veteranos de Vietnam encontraron a su regreso un país que les daba la espalda y los condenaba a la marginación. Los veteranos de Irak han recibido una acogida más calurosa, pero igualmente su reincorporación a la sociedad será difícil. El monumento a la guerra de Vietnam es subterráneo y triste. El de Irak quizá no sea levantado jamás.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Europa, o la oportunidad perdida...


Aunque no en todos los continentes tenga la misma intensidad —hasta ahora se han librado bastante bien América Latina y Asia—, y aunque cada país muestre aspectos propios, la crisis es global y el factor determinante ha sido la revolución del mundo financiero a partir de los ochenta.
La época dorada del Estado de bienestar, entre 1945-1972, se caracterizó en las economías de los países industrializados por un crecimiento ininterrumpido, y sobre todo por el pleno empleo, algo que no había ocurrido antes de la guerra y que no ha vuelto a suceder desde mediados de los setenta. ¿Cómo se explica que desapareciese el pleno empleo, convertido desde entonces en la liebre mecánica que nunca se alcanza?
La causa habría que buscarla en el conflicto social que se origina cuando crecimiento económico, incremento continuo de los salarios y pleno empleo convergen durante un largo trecho, una constelación que proporciona un poder creciente a las clases trabajadoras. Si esta situación se prolonga, trae consigo una profunda transformación del capitalismo, algo que la socialdemocracia pretendía abiertamente —no en vano consideraba al Estado de bienestar como el instrumento adecuado para avanzar hacia el socialismo en democracia—, pero es obvio que los propietarios del capital tenían que frenar este proceso de cualquier modo y lo antes posible. En estas circunstancias se inicia la “revolución financiera”, sin duda causa directa de la actual crisis. Al bajar los intereses, la búsqueda de una mayor rentabilidad desvía el ahorro hacia productos no bancarios. El crédito bancario tradicional se va sustituyendo por títulos emitidos y negociados en los mercados de valores, proceso que llamamos de “titularización”. Estas nuevas instituciones financieras actúan con mucha mayor libertad, pero sobre todo se mueven en un mercado que pronto traspasa las fronteras nacionales.
La “titularización” es la causa principal de los desajustes que, si han adquirido tal dimensión catastrófica, se debe a que confluyen otros factores: la revolución tecnológica en la informática y comunicación, que hace posible la universalización del mercado; esta globalización suprime la posibilidad de regular los mercados desde los Estados nacionales.
La “ingeniería financiera” puede crear una gran cantidad de productos financieros, que como resultado último lleva a un divorcio abismal entre la economía real y la financiera. Titularización, revolución tecnológica, globalización y desregularización son los cuatro jinetes del apocalipsis que nos han conducido al desastre actual. En rigor, habría que añadir un quinto factor: la desaparición de una ética de los negocios que, además del beneficio, tenga otros objetivos y responsabilidades sociales. La ideología neoliberal sigue presentándose como la única racional que todo lo legitima, pese a los efectos distorsionantes que conlleva que el capital pueda moverse a su antojo, a la búsqueda del rendimiento más alto, y que la tasa de interés, que Keynes había ligado al empleo, quede fuera del control de los Estados.
No cabe reprochar a las distintas instituciones financieras que hayan aprovechado la gran oportunidad de ganar sin freno, cuando el principio rector es maximalizar los beneficios. Nadie dudaba de que un día se pincharía el globo, pero que me quiten lo ganado.
Globalizados los mercados, y al comportarse los dueños del capital como aconsejan la codicia y la ideología imperantes, la situación se hace incontrolable. Los Estados por sí solos no pueden enfrentarse el desastre, ni existen instancias internacionales a las que apelar. La Unión Europea no ofrece una salida, al estar escindida entre los países de la eurozona y los que lidera Reino Unido, empeñados en que la Unión continúe siendo tan solo un mercado de Estados soberanos. Los primeros necesitan una mayor integración política y económica para sobrevivir con el euro, mientras que los segundos están dispuestos a impedirlo hundiendo la moneda común, si fuese necesario
Tampoco existen instancias internacionales que puedan, o quieran, regular los mercados, con lo que seguirá adelante el proceso actual sin que nada ni nadie lo pare, máxime cuando beneficia a unos pocos a costa de muchos. Nada se entiende de lo que pasa sin las enormes ganancias que provienen de la especulación con la deuda soberana. Como no hay mal que cien años dure, se encontrará una salida por dolorosa que fuere.