jueves, 21 de enero de 2010
LA DIGNIDAD DE LOS INMIGRANTES A propósito de empadronar a los inmigrantes
Todo es indigno es en este brote de xenofobia que de nuevo asola la política española. Los argumentos de los consistorios municipales que proponen recortes de los derechos humanos de los más débiles como panacea de todos sus males. O el oportunismo del PP, que ha decidido ensayar en Catalunya la carta del rechazo a la emigración como banderín de enganche electoral: porque tienen poco que perder y, si suena la flauta, la cosa podría servir para las municipales y las legislativas de mañana. O la condescendiente advertencia contra «el buenismo» por parte de quienes pretenden ser neutrales en el debate.
Porque la neutralidad no vale en asuntos como este, que afectan a los principios básicos de la convivencia. En ellos hay que ir con la verdad por delante. Y decir, sin concesiones, que no es cierto que la inmigración, ni la legal ni la otra, sea un problema fundamental de la vida española. No se puede negar que plantea dificultades. Como todo fenómeno de importancia. Pero aquí las estamos resolviendo bien, sin cometer errores sustanciales, o sabiendo rectificar aceptablemente los que se han cometido. Y así debería ocurrir con los que surgirán en el futuro si las cosas no se salen de madre.
Más allá de eso, los problemas que plantea la inmigración son mucho menos graves que la crisis y el hundimiento de nuestro modelo de crecimiento, la educación, las incógnitas que acechan al sistema de las autonomías o las disfunciones de nuestro esquema político y de partidos.
No es verdad que la sanidad pública esté fallando por culpa de los inmigrantes. Ni que, casos concretos aparte, los extranjeros estén quitando los puestos de trabajo a los españoles. Ni que las cuentas públicas no puedan soportar el coste de la inmigración. Son mentiras que se pueden desmontar. Pero es más fácil contentar a la bestia xenófoba que muchos ciudadanos llevan dentro que arrostrar la molestia y la impopularidad de hacerlo.
Ahora se dice que los inmigrantes abusan de las oportunidades que les da el Estado. Seguramente es cierto. Pero ¿es que los españoles no lo hacen? De mil formas, mucho más y desde hace más tiempo.
Carlos Elordi
Periodista
lunes, 18 de enero de 2010
HAITI: otro reto a nuestra humanidad..
Después del terremoto, los habitantes de Cité Soleil cargaron sus muertos hasta una avenida de otra zona menos miserable del ya de por sí miserable Puerto Príncipe porque sabían que nadie entraría jamás a su barrio a llevárselos.
Los efectos de un terremoto de magnitud 7 en la escala de Richter en una ciudad de chabolas son los esperados: muchas casuchas se han hundido, pero otras muchas se han mantenido sorprendentemente en pie, de modo que la calle principal (es un decir) de Cité Soleil mantiene algo su perfil de siempre: tiendas diminutas y cerradas, talleres sombríos de todo y nada, viviendas de tres metros cuadrados, cientos de personas tumbadas sin hacer nada, un riachuelo inmundo que corre a los márgenes y niños desnudos jugando con media botella de plástico a la que propulsan como si fuera un coche de carreras...
Pero las chabolas se han agrietado tanto que los que malviven ahí prefieren dormir al raso, al lado de un montón informe de basura y del río citado, que dentro de la que hasta el martes pasado fue su casa. Por otra parte, a muchas de las construcciones, enteras por fuera, se les ha hundido el tejado de cartón o de uralita expulsando a sus antiguos habitantes de allí. Además, la brutal sacudida económica y social que ha sufrido la ciudad entera se ceba con los últimos de la cola.
Bazile Pludic es uno de estos últimos de la cola: trabajaba, cuando podía, acarreando fardos en una fábrica de madera que ha cerrado definitivamente después de la hecatombe del martes. Pludic confesó ayer a las dos de la tarde que no sabía qué comerían él y su mujer en todo el día y que tenía hambre.
-¡Tengo hambre!, repitió, de pronto, en voz alta, como para que le creyeran de verdad.
En el ventanuco de una chabola cercana apareció el rostro de una mujer mayor, desdentada, sucia, que añadió: "Todo el mundo aquí tiene hambre, tío".
¿Vendrá algún tipo de ayuda humanitaria hoy?
Alguien responde que en la plaza principal (es un decir) de este poblado, todas las mañanas llega un camión con comida. ¿Será francés? ¿Ruso? ¿Será español? ¿De Naciones Unidas? ¿Será de los marines norteamericanos?
La plaza está lejos. Se llega después de caminar entre miseria, casas torcidas, tiendas de nombres raros como "Es mi opinión", y gentes que a pesar de todo sonríen al paso del extranjero antes de pedirle agua, dinero o algo para comer. La plaza es una vieja pista de baloncesto tomada por los más miserables de la ya miserable Cité Soleil: gentes de este barrio que se han quedado sin casa, que no cuentan con familia en otra parte y que viven, literalmente, debajo de una sábana pinchada en un palo para que no les dé el sol.
De pronto se adivina a lo lejos el famoso camión de la mañana, el de la comida. Es viejo y pequeño. Por descontado, no es de los marines. No parece francés, ni español, ni siquiera ruso. Es una camioneta verde con 20 años encima, un hombre pequeño y sudoroso al volante y tres jóvenes en la trasera. Pintadas en la puerta hay unas letras: "Misión de caridad La Koulade". El del volante es el padre Cyril y los de atrás, tres muchachotes del barrio que ayudan a descargar.
"Son los de siempre. Ellos siempre nos ayudan, desde hace mucho tiempo, desde antes del terremoto. De los extranjeros no ha venido nadie todavía", dice una mujer.
El padre Cyril explica las reglas: sólo un vaso de trigo por cabeza.
No hay suficiente. Ya lo sé. Usted que es periodista y extranjero, ¿no puede hacer algo? Ya le digo que esto no es suficiente.
Un chico trepa a una suerte de escenario derruido con el saco y comienza a repartir las diminutas cantidades de comida a las decenas de personas que hacen cola con su vaso en la mano. Un helicóptero impone silencio entonces al pasar petardeando muy cerca. Viene del aeropuerto, donde se supone que a estas alturas están ya desembarcando los esperados marines, a los que toda la ciudad aguarda como reparadores de todo: delante de un edificio cercano hundido por el terremoto alguien ha colocado un cartel en inglés: "Bienvenidos, soldados americanos. Necesitamos ayuda: en este edificio hay cadáveres dentro".
Pero mientras llegan o no, en Cité Soleil el padre Cyril termina en la plaza y monta en la camioneta para acudir a otra esquina con otro saco de trigo insuficiente para hambrientos con vasos vacíos.
En dirección contraria, dos personas llevan en una carretilla a una chica con la pierna rota que se protege del sol con una sombrilla de colores. Poco después aparecen cuatro personas llevando dentro de un edredón mugriento a una niña. Vienen del hospital, donde no les atendió nadie por falta de médicos. A Cité Soleil no llega nadie: ni los recogedores de cadáveres, ni las ambulancias ni los camiones de comida extranjera.
En una calle, hay un esqueleto de escuela de dos plantas. Las paredes se han hundido. Pero los pupitres y la pizarra se mantienen en pie, tal y como se encontraban el día del terremoto. En la pizarra hay una fecha y una frase milagrosamente intactas: "Martes 13 de enero. Los dioses castigan a los mentirosos
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